domingo, 29 de agosto de 2010

La Sociedad en la Cuba Antigua (fragmento)

Catedral de La Habana

En La habana todo era extraño. Las calles no eran más anchas que veredas o pasadizos, y a cada lado se alzaban sombrías paredes de piedra, atravesadas aquí y allá por aberturas que mostraban lo espeso de los muros y la penumbra del interior; estas aberturas hacían las veces de ventanas, pero en lugar de persianas de Venecia, o de bastidores con cristales, había en ellas pesadas barras, de modo que me estremecí creyéndome rodeado de prisiones. En algunas casas sobresalía de las ventanas un balcón enrejado, que permitía vigilar la estrecha calle en ambas direcciones. A veces podía verse a una muchacha medio vestida que se asomaba a conversar con el ostentoso rondador de la calle, mientras la volanta de largo cuerpo, como un insecto enorme, pasaba rápidamente conducida por el calesero fastuoso. Estos singulares vehículos son una necesidad a causa de la estrechez de las calles. El traje de los blancos era de lino delgado, blanco y de apariencia muy fresca, con anchos sombreros de paja. Los trabajadores negros iban tan desnudos como lo permitía la decencia, y completamende desnudos los niños negros menores de diez años.

Como pintor de miniaturas mi mayor deseo era el de aprender rápidamente el idioma, y así extender cuan amplio fuera posible el círculo de mis conocidos.

Me alojé en casa de Mr. Fin, manufacturero de cristalería fina, a cuyas exhibiciones acudía lo mejor de la sociedad habanera; y de esta forma, en poco tiempo, conocí a cientos de personas y disfruté de la oportunidad de escuchar un correcto castellano.

Hallé al caballero español galante y cortés hasta el escrúpulo; si bien, quizás, resultaba todo ello un exceso elaborado y formal para parecer sincero, perdiéndose así la impresionante gracia de la cortesía genuina. Las señoras eran muy airosas, con la seguridad y elegancia de movimientos que la danza confiere al cuerpo; pero su preparación mental no estaba a la misma altura. Sus maneras francas pronto seducen al extranjero, y el americano cree sentir que las ha conocido durante años. Pero el estilo de ambos sexos, sin embargo, se ofrece al espectador como la exhibición de una fórmula brillante para la que se fue entrenando desde la niñez, hasta convertirla casi en naturalidad. Los americanos tienen las coyunturas demasiado rígidas y son demasiado puritanos en sus maneras para pretender siquiera una imitación.

Jonathan Jenkins

Pintor, miniaturista, juez en California, diplomático, cónsul en Samoa, Encargado de negocios en México y coronel de milicias en California. Durante su estancia en México, publicó un cuaderno de dibujos de ruinas de Yucatán. En 1835 visita a Cuba; en 1859, comienza a escribir sobre su viaje. En 1898, muerto Jenkins, la revista "The Century Magazine", comenzó a publicar las notas de su viaje a Cuba.

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