jueves, 6 de mayo de 2010

El mundo de José Mijares


Tal vez el único que vea como son realmente las cosas es el artista. Indudablemente éste es el hombre que lleva el mundo por dentro. El es como un agua, una transparencia, una linfa diáfana que la luz traspasa y al hacerlo, se quiebra en todos los matices. El le descubre a la luz sus insondables posibilidades de color y de sombra, y allí, entre una y otra aparece, exacta, sorprendida en su instante, suspensa en la eternidad, la forma.

Tras de cada cosa, en el nervio mismo de la realidad sensible, en la esencia original de lo que se padece o se siente, está una línea matemáticamente pura, justa en su contorno, única en su distribución y proporciones, que dice por qué y para qué ha de ser. Es la razón última de los seres que están en la existencia, cuyo valor reside en su propia presencia imborrable, en algún momento ineludible y siempre infinitamente penetrable.

Ahí encontramos que la existencia es misterio: realidad que se nos revela gratuitamente, sin entregarnos jamás su posibilidad extrema, como si siempre hubiera un más allá, un ámbito inagotable en el que seguimos siendo. Y he aquí el quid del misterio: en que a través de él vamos siendo y persistiendo nosotros, como si la vida toda se compusiera de lo que somos, como un conforto, que nos aleja de la muerte, y confirmamos que vamos a estar vivos, no importa cuándo ni cómo, en lo que es y ha sido nuestro, y a lo que pertenecemos.

Un artista es siempre su ciudad –aunque ésta sea un barco de velamen desgarrado al que el oleaje y la ventisca arrastran-. Ciudad es allí donde llantamos y, a veces, donde el llanto nos moja el pan que roemos, donde jugamos y por donde atravesamos, por cuyos aleros se deshace el viento, canción o trapo de las tendederas; y en donde amamos.

Porque hay lugares para pernoctar y sitios para ir muriendo, pero en la ciudad mía, entre sus piedras sacras, cabe la mar que bate en sus orillas, en donde estoy siempre que amo. Amo aquí y acullá, pero es allá, frente a mis verjas o mis albarradas, donde estoy amando.

Sólo el artista puede asumir la ciudad completa como si fuera una hostia de soles y techumbres víctima de todos los desmanes del hombre y la intemperie, novia y esposa a la vez: contemplada, la idolatrada en su virginal distancia, y la penetrada, la absorbida en sus sangres, adonde fluyen nuestros mejores sueros.

Un día sabemos que somos el hombre y la ciudad, sin hendijones ni separamientos, continuidad de piel que siente y es sentida, navegación profunda, sufrimiento de las mil gamas lúcidas de la opulencia. Ciudad es dar e ir procreando para colmarse en el derramamiento, y ser lo mismo la encandilada noche que un perfume, un busto de mujer o una corona, un pájaro quebrado, una amatista o el coro de los pescadores en el Puerto.

Mijares es…, por supuesto: Mijares. Una entrada de luz del Puerto. Morro, Cárcel, Prado, cementerio, balconaje de la calle Gervasio, portón inmenso abierto en El Angel, retorcida esquina de Apodaca, jarra de bronce y buganvilla, león, granito y páramos de losas. La Habana es… todo lo que recordamos… y el viento de marzo, ladrón de papalotes, el canario escapado de la abuela y las verticals hojas, como hombres erguidos, de asombroso señorío. Qué masculinoazul que purifica, como una justicia larga y esperada, toda la indagación que permitió la carne! …

Este es un fragmento del ensayo de Jorge Valls para el libro “El mundo de José Mijares (1992)”. Una edición bilingue (inglés y español). Producida por Marpad Art Gallery y editada por Roberto Cayuso.

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